sábado, 16 de mayo de 2009

EL NIÑO BOMBA


Tenía sólo nueve años. ¿Qué son nueve años de vida? Apenas se está olvidando el gusto de la leche materna. Apenas se comienza a vislumbrar lo que es el mundo en el que se ha tenido la fortuna, o la desgracia, de nacer.

Nueve años tenía Jorge Mayta Suxo, de Lima, Perú, cuando por una propina de unos pocos soles, más o menos un dólar, aceptó llevar cierto paquete y ponerlo en la base de una torre eléctrica en Lima. Pero la base estaba minada por la policía, y una de esas minas estalló y mutiló las dos piernas del niño. Jorge Mayta murió tras veinte horas de espantosa agonía. Los diarios lo llamaron «el niño bomba».

¿Quiénes son los que usan bombas en este mundo? No son los niños. De ellos se aprovechan individuos sin escrúpulos para ponerlas aquí o allá, pero los niños no las fabrican. La violencia la hacen los adultos, y los niños llegan a ser las víctimas inocentes.

Hasta la Segunda Guerra Mundial, que terminó en el año 1945, los niños no habían participado en la violencia. La guerra la hacían los grandes. Había que tener por lo menos dieciocho años de edad para ingresar al ejército. Pero a partir de esa guerra, y con el despliegue mundial de la guerrilla y el terrorismo, los niños también han tenido que beber la sangre de la violencia.

No es extraño ver en las espesuras de América, o en las tierras quemadas del África, o en los desiertos arenosos de Asia, o en las selvas del Lejano Oriente, a niños y niñas de pocos años de edad empuñando armas automáticas. La guerra ya no es oficio de adultos. Hoy a los niños se les obliga a participar en ella.

¿Será que el desconcierto del adulto es tal que ni cuenta se da del daño que hace en la mente y en la vida de pequeños inocentes que él usa para efectuar sus atrocidades? A eso se añade otra inquietud: ¿Cómo puede una persona ya madura perder de tal manera su valor como creación de Dios, que no sólo se presta para convertirse en un réprobo, sino que arrastra consigo a inocentes niños en su locura misma?

Jesucristo declaró algo que se aplica a todos nosotros: «Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos» (Mateo 18:3). Todos somos creación de Dios. Nuestra vida debe y puede ser radiante. Cristo vino al mundo a buscar lo que se había perdido. Cada uno sabe si es o no esa persona perdida. Si lo es, más vale que permita que Cristo entre a su vida. Él lo hará una nueva criatura. Entreguémosle nuestro corazón. El amor de Cristo nos hará una persona nueva.
Por: El Hermano Pablo

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