miércoles, 16 de septiembre de 2009

FRANCOTIRADORES EN LA IGLESIA


Lo hablaba con Nacho, un chaval de 27 años de quien fui monitor (en mi época mando”, pero ahora no es políticamente correcto) en nuestro grupo de Montañeros de Santa María.

Tras pasar por algunos grupos, está integrado en una parroquia donde lidera (perdón, anima) un grupo, y se dedica a dar catequesis. Me dice que es un francotirador eclesial, que recibe su formación en un centro de la Obra sin pertenecer a ella, intenta hacer apostolado en su parroquia, y por su cuenta se busca su oración y su misa, pero no tiene un grupo de iguales con los que compartir su fe, aunque sí tiene a quiénes guiar.

Me dio mucho que pensar esta conversación, porque en el fondo hay muchas veces en que yo también me siento un francotirador en la Iglesia.

Un cristiano se puede hacer francotirador por muchas razones. La más obvia es cuando uno no se encuadra en un grupo de fe y vive de las rentas de su formación, y va a la parroquia a alimentarse. Y, la verdad, las parroquias son buenas para esto; estoy convencido de que son excelentes centros de mantenimiento de la fe.

Pero también se puede tener un grupo de vida, con gente con la que compartes el caminar y aún así seguir siendo un francotirador. Por ejemplo, cuando estás en una comunidad en donde la media de edad está más de 10 años por encima o por debajo de la tuya (e incluso 20,30 y 40). ¡Cuántos casos he visto de gente que son la excepción a la regla en una parroquia o un grupo, que por diversas razones no tiene gente como ellos!

Personalmente tengo la sensación de que la mayoría de los pocos jóvenes y medio jóvenes que asisten a la iglesia (meritoriamente además de contra viento y marea) se encuentran en situaciones parecidas a la de Nacho y las que describo. Y algo de agónico es, ver cómo en cualquier otro ámbito de la vida - trabajo, ocio, sociedad - uno pasa desapercibido, pues es uno más, mientras que en la Iglesia tiene que oír aquello de “¡Qué bien, un joven!” con más frecuencia de la que desearía.

Pero lo que me preocupa y motiva a escribir este post no es exactamente esa manera de ser un francotirador - mi simpatía para los que se sienten así en la Iglesia - así que voy a lo que voy.

Creo que hoy en la Iglesia se da una mentalidad de devoción individual, que de alguna manera no nos educa a caminar adecuadamente con la comunidad de los demás cristianos. Aunque hagamos las eucaristías juntos y recemos en el mismo lugar físico, parece como si se hubiera deslindado la vivencia personal de fe de la vivencia comunitaria, por mucho que profesemos el credo al unísono y acudamos a misa en tropel. De esta manera uno puede perfectamente ir a misa los domingos y a diario, orar a destajo, y nunca interactuar verdaderamente con la comunidad de la que nace todo esto.

Y la consecuencia no es que sea mala, simplemente es pobre. Sin querer, esta vivencia de callado y solitario ascetismo en medio de la masa, le vuelve a uno un raro cuando no un francotirador, preocupado de sus cuatro devociones, su formación y su propia salvación en sobremanera.

Puede que la cura sea la comunidad, pues todos nos asilvestramos si no tenemos una comunidad ante la que responder y si nos dejan a nuestro aire sin pedirnos cuentas.

Dicen que la comunidad saca lo peor y lo mejor de nosotros mismos. De alguna manera nos hace salir afuera, transcender nuestros límites, volar más alto…me pregunto si podemos permitirnos el lujo del anonimato que traen consigo las grandes y pequeñas masas católicas (no todo son macroparroquias, pero en casi todas actuamos como si lo fueran a la hora de tratarnos); me pregunto si está bien - y no será un poco irreverente por mi parte hacia el cuerpo de Cristo que también somos todos - ir a mi parroquia un domingo por la tarde como quien va a consumir cualquier otra cosa, a que me den mi misa y mi comunión para quedarme dando gracias y después largarme acto seguido.

Nos hemos hecho a un cristianismo en el que no tenemos que esforzarnos, pues el esfuerzo lo pone la Iglesia en vez de nosotros. En otras palabras, acudimos a la Eucaristía a mesa puesta, en lo que a disposiciones interiores y actitudes exteriores se refiere. Es como pensar que con subirse al barco ya está todo hecho. Y, extendiendo el razonamiento, acudimos a la Iglesia a mesa puesta, sin preocuparnos de edificarla más que edificándonos a nosotros mismos.

Que conste que no es cuestión de si nos damos la mano en el Padrenuestro o si batimos palmas juntos, que no me acusen de progre por ahí. Yo hablo de un mal mucho más profundo que nos aqueja, que produce una cantidad de cristianos satisfechos con ir a la iglesia y con su Dios-formación y con sus devociones, sin importarles lo suficiente el resto que se queda fuera.

Una vez un sacerdote me dijo en dirección que si tenía que dejar algo en un día de diario muy atareado, era mejor dejar la misa y hacer la oración. No sé si será lo correcto o no, pero desde luego diciendo eso, ponía en valor el esfuerzo personal de trato con el Señor. Pero, ¿existe vida más allá de la oración personal en quienes están tan metidos en la Iglesia?; ¿estamos abocados a ser unos francotiradores de la fe en medio de una comunidad que envejece? ¿es posible una Iglesia con más integración interna y externa en la que se renueve su sabia con normalidad?

Creo que lo primero que tenemos que redescubrir, por encima de la devoción privada, es el gozo de pertenecer a una comunidad, y debemos aprender a reestructurarnos de una manera más celular, más orgánica, para así conformar entidades mayores como son las parroquias que han de ser un tejido vivo, no una mera máquina dispensadora de sacramentos o un espacio silencioso donde orar.

Las razones para hacerlo son muchas. Educarnos, evangelizarnos, evangelizar, testimoniar que nos amamos y crecer en el fundamento de las cosas por encima de crecer en número. Sólo así puede llegar el verdadero cambio.

Esto supone una manera nueva de ver y entender las comunidades dentro de la Iglesia Católica, pero podemos mirar adentro, para descubrir que eso mismo ya existe en nuestra tradición. No me imagino a la Iglesia del primer siglo tan anquilosada e invertebrada como parece la nuestra; más bien la imagino vibrante, llena de vida y radicalidad, y con una oración muy personal y a la vez muy comunitaria. Existen realidades así, también en la Iglesia de hoy en día, y deberíamos tomar nota de qué es lo que les hace funcionar tan bien, en vez de lamentarnos de tener las iglesias vacías.

Por estas y otras cuantas razones yo le pido a Dios que me dé la gracia de quitarme de la lista de francotiradores y me dé una comunidad preocupada de algo más que de mi mantenimiento; una comunidad que me evangelice al tiempo que estoy evangelizando y una Iglesia fresca, en la que al mirar a los lados no te tengas que preguntar si quizás las cosas podrían funcionar de otro modo.
José Alberto Barrera

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