domingo, 26 de diciembre de 2010

NOMBRE DE DIOS


Moisés tuvo un problema en el Sinaí, cuando ante la zarza ardiendo, le respondió al Señor. "Contestó Moisés a Dios: Si voy a los israelitas y les digo: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros"; cuando me pregunten: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les responderé? Dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy. Y añadió: Así dirás a los israelitas: “Yo soy" me ha enviado a vosotros. (Ex. 3,13-14). Moisés sabía que tenía que dar un nombre, un nombre que fuese la garantía de que lo que él proponía tenía un aval de carácter superior.

La importancia que tiene, el conocer el nombre de una persona, ha variado mucho a través de los siglos. En la antigüedad, el simbolismo del nombre representaba mucho, y todavía algo de aquella valoración y simbología de lo que significaba conoce el nombre de una persona, ha llegado a nuestros días, aunque de forma muy debilitada. Por ejemplo a nadie se le ocurre llamar al presidente de la compañía en que trabaja, si es un simple empleado, por su nombre de pila y menos todavía llamarle Luisito, Antoñito, o Pepe. En el mundo de la política existe un ministro, al que antiguamente, cuando todavía no había destacado lo suficiente, toda la prensa le llamaba Pepiño”, y ahora no hay periódico de la tendencia que sea, que se refiera a él llamándole Pepiño”. En el mundo anglo-sajón, no existe el tuteo, y la relación de confianza entre personas se marca por utilizad del nombre de pila y no el apellido.

Los griegos en la antigüedad, admitían la existencia de un lazo entre las cosas y su nombre. Para ellos, designar, era llamar a la vida. Conocer el nombre de un dios, era tenerlo a su disposición. Hoy en día esto no se entiende así, pero en la Biblia, poner nombre, significaba ser dueño de”. En efecto en el antiguo oriente el nombre no es un mero título, sino que representa el ser mismo de la cosa. Y conocer el nombre de alguien para poder nombrarlo equivalía a tener poder sobre él. Los hombres de la Biblia no se atreven a definir a Dios ni siquiera a nombrarlo. Definir es abarcar algo y Dios es inabarcable. Nombrar es aprehender, y medir la esencia de una persona, y Dios no es mensurable, no se le puede medir. Por ello llamar a Dios por su nombre es participar del poder que emana de Él. Y por eso los judíos no se atrevían a pronunciar el nombre de Yahvé y lo habían reemplazado por el de Adonai; solo el sumo sacerdote lo pronunciaba el día de la fiesta del Yom Kippur.

A Moisés el Señor, le responde: “Yo soy el que soy, yo soy el que era, yo soy el que seré o dicho en otras palabras: “Yo soy el Dios de los tiempos remotos, de los tiempos presentes, y de los tiempos futuros, el Eterno y el Novísimo”, el Primero y el último”, el Alfa y el Omega”. Todo se comprende en Dios fuera de Él nada hay, nada existe.

Para el Señor es trascendente el nombre de la persona. Cuando Él quiere encomendarle a alguien determinado una misión concreta, el Señor lo hace suyo cambiándole su nombre. Así tenemos loes ejemplos de Abraham, nombre que se le sustituyó al primitivo de Abram, así Jacob, pasó a llamarse Israel, y más conocido es el caso de San Pedro, al cual el Señor le dijo: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. (Mt 16,17-18). Modernamente cuando una persona se consagra al servicio del Señor, entrando en una orden religiosa, es costumbre habitual que cambie de nombre, al igual que el Cardenal que en cónclave es elegido papa, lo primero que se le pregunta, en la misma capilla Sixtina, es que manifieste el nuevo nombre con el que quiere ser conocido.

Con referencia a nuestro futuro nombre en el más allá, en el Apocalipsis podemos leer: “El que pueda entender, que entienda lo que el Espíritu dice a las Iglesias: al vencedor, le daré de comer el maná escondido, y también le daré una piedra blanca, en la que está escrito un nombre nuevo que nadie conoce fuera de aquel que lo recibe”. (Ap 2,17). También en el libro del profeta Isaías, se puede leer: Ustedes dejarán su nombre a mis elegidos para una imprecación: “¡Así te haga morir el Señor!”. A mis servidores, en cambio, se los llamará con otro nombre”. (Is 65,15).

A nosotros cuando nos bautizan se nos da un nombre y bajo ese nombre y con ese nombre ingresamos bajo el dominio de Dios. Es una llamada a someternos a su amor salvador, a permitirle hacerse cargo de nosotros, gobernar, reinar en nuestros corazones, por el Espíritu. El apóstol San Pablo traduce bien esta idea cuando escribe: “Yo continuo luchando para alcanzar (la perfección), como Cristo me alcanzó a mí”. (Flp 3,12) Para San Pablo ser alcanzado por Cristo es permitir al Espíritu del Señor apoderarse de él, poseerlo por entero.

Pero volviendo al tema del nombre del Dios, el Catecismo de la Iglesia católica, en el parágrafo 203 nos dice: Dios se reveló a su pueblo Israel dándole a conocer su Nombre. El nombre expresa la esencia, la identidad de la persona y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza anónima. Comunicar su nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, comunicarse a sí mismo haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de ser invocado personalmente. Pero la revelación del nombre de Dios, fue un lento proceso. Así el parágrafo 204 nos dice que: Dios se reveló progresivamente y bajo diversos nombres a su pueblo, pero la revelación del Nombre Divino, hecha a Moisés en la teofanía de la zarza ardiente, en el umbral del Éxodo y de la Alianza del Sinaí, demostró ser la revelación fundamental tanto para la Antigua como para la Nueva Alianza.

El Señor además de revelarnos su nombre misterioso, por medio de Moisés en la zarza ardiendo del Sinaí, nos revelo varias cosas más de las que hablaremos en otra glosa.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo

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