sábado, 10 de noviembre de 2012

DIOS Y LA LIBERTAD, EN BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD



El hombre no ha sido creado para ser esclavo, sino para dominar la Creación. Así lo dice el Génesis explícitamente.

Quien no sabe amar, siempre se sentirá en desventaja, todo le agobiará; quien sabe mar, no se creerá encerrado en ningún sitio. Esto es lo que me ha enseñado Santa Teresita. Nuestra incapacidad para amar proviene muchas veces de nuestra falta de fe y de esperanza.

La poderosa aspiración de libertad en el hombre contemporáneo, aun cuando contenga buena parte de engaño y a veces se lleve a cabo por caminos erróneos, siempre conserva algo de recto y noble.

Nadie ha sido hecho para llevar una vida apagada, estrecha o constreñida a un espacio reducido, sino para vivir «a sus anchas».

Por el simple hecho de haber sido creado a imagen de Dios, los espacios limitados le resultan insoportables y guarda en su interior una necesidad irreprimible de absoluto e infinito. Ahí reside su grandeza y, en ocasiones, su desgracia.

Por otro lado, el ser humano manifiesta tan gran ansia de libertad porque su aspiración fundamental es la aspiración a la felicidad, y porque comprende que no existe felicidad sin amor, ni amor sin libertad: y así es exactamente.

El hombre ha sido creado por amor y para amar. Sólo puede hallar la felicidad amando y siendo amado. Como dice Santa Catalina de Siena, el hombre no sabría vivir sin amor. El alma no puede vivir sin amor; necesita siempre algo que amar, pues está hecha de amor y por amor la creé.

El problema es que a veces ama al revés; se ama egoístamente a sí mismo y termina sintiéndose frustrado, porque sólo un amor auténtico es capaz de colmarlo.

Si es cierto que sólo el amor puede colmarlo, también lo es que no existe amor sin libertad: un amor que proceda de la coacción, del interés o de la simple satisfacción de una necesidad no merece ser llamado amor.

El amor no se cobra ni se compra. El verdadero amor, y por lo tanto el amor dichoso, sólo existe entre personas que disponen libremente de ellas mismas para entregarse al otro.

Así es como se entiende la extraordinaria importancia de la libertad, que proporciona su valor al amor; y el amor constituye la condición para la felicidad.

Es sin duda la intuición incluso vaga de esta verdad la que hace al hombre estimar la libertad, y nadie puede convencerlo de lo contrario.

Pero ¿cómo acceder a esta libertad que permite el desarrollo del amor?

La libertad parece constituir un dominio común del cristianismo y la cultura moderna, quizá es también el punto en el que discrepan de forma más radical.

Para el hombre moderno ser libre a menudo significa poder desembarazarse de toda atadura y autoridad: «Ni Dios ni amo». En el cristianismo, por el contrario, la libertad sólo se puede hallar mediante la sumisión a Dios, esa obediencia de la fe de que habla San Pablo.

La auténtica libertad es menos una conquista del hombre que un don gratuito de Dios, un fruto del Espíritu Santo recibido en la medida en que nos situemos en una amorosa dependencia frente a nuestro Creador y Salvador. Es aquí donde se pone más plenamente de manifiesto la paradoja evangélica: Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará, o dicho de otro modo: quien quiera a toda costa preservar y defender la libertad la perderá; pero quien acepte «perderla» devolviéndola confiadamente a las manos de Dios, la salvará. Le será restituida infinitamente más hermosa y profunda, como un regalo maravilloso de la ternura divina. Más adelante veremos cómo nuestra libertad es proporcional al amor y a la confianza filial que nos unan a nuestro Padre del cielo.

Para alentarnos contamos con el ejemplo vivo de los santos, que se han entregado a Dios sin reservas, no deseando hacer más que Su voluntad, y que en recompensa han ido recibiendo progresivamente el sentimiento de gozar de una inmensa libertad que nada en este mundo puede arrebatarles, y en consecuencia una intensa felicidad.

¿CÓMO ES ESTO POSIBLE?

Pues Otro error fundamental relativo a la noción de libertad es considerar esta última como una realidad exterior dependiente de las circunstancias, y no una realidad ante todo interior.

Existe algo muy obvio, pero que nos cuesta mucho comprender: y es que, cuanto más dependa nuestra sensación de libertad de las circunstancias externas, mayor será la evidencia de que todavía no somos verdaderamente libres.

En este terreno, como en tantos otros, revivimos el drama experimentado por San Agustín: «Tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando».

Nos explicaremos. Con mucha frecuencia tenemos la impresión de que lo que limita nuestra libertad son las circunstancias que nos rodean: las normas impuestas por la sociedad, las obligaciones de todo tipo que los demás hacen recaer sobre nosotros, tal o cual limitación que disminuye nuestras posibilidades físicas, nuestra salud, etc.

Por lo tanto, para hallar nuestra libertad sería preciso eliminar todas estas ataduras y obstáculos. Cuando nos sentimos prácticamente «asfixiados» por las circunstancias que nos rodean, nos volvemos en contra de las instituciones o de las personas que son aparentemente su causa. ¡Cuánto resentimiento hemos alimentado en nuestra vida contra todo lo que no es de nuestro agrado y nos impide ser lo libres que desearíamos!

Este modo de ver las cosas encierra cierta parte de verdad: a veces hay limitaciones que es preciso remediar, barreras que hay que salvar para conquistar la libertad. Pero contiene también buena parte de engaño que deberíamos desenmascarar, so pena de no gustar jamás de la verdadera libertad. Incluso aunque desapareciera de nuestras vidas todo cuanto creemos que se opone a nuestra libertad, no existiría garantía de acabar consiguiendo esa plena libertad a la que aspiramos.

Cuando superamos unos límites, siempre aparecen otros detrás. De ahí el riesgo -en caso de detenerse en la situación descrita de encontrarse inmerso en un proceso sin fin, en una permanente insatisfacción. Nunca dejaremos de tropezar con obstáculos dolorosos. De algunos de ellos podremos librarnos, pero sólo para topamos con otros más firmes: las leyes de la física, los límites de la naturaleza humana o los de la vida en sociedad...

El deseo de libertad que habita en el corazón del hombre contemporáneo a menudo se traduce en un intento desesperado de traspasar los límites dentro de los cuales se siente como encerrado.

Siempre queremos ir más lejos, más deprisa; queremos aumentar nuestro poder de transformar la realidad. Y esto es así en todos los aspectos de la existencia.

Creemos que seremos más libres cuando los «progresos» de la biología nos permitan elegir el sexo de nuestros hijos. Pensamos que encontraremos la libertad intentando llegar más allá de nuestras posibilidades. No contentos con practicar el alpinismo «normal», nos lanzamos al alpinismo «de riesgo», hasta el día en que vamos demasiado lejos y la emocionante aventura se ve truncada por una caída mortal.

Esta faceta suicida de algunas búsquedas de libertad aparece evocada de modo significativo en la última escena de la película Le grand Bleu, cuyo protagonista, fascinado por la soltura y la libertad con que se mueven los delfines en el fondo del océano, acaba yendo tras ellos.

La película, no obstante, omite lo evidente, y es que, actuando de esta forma, el héroe se condena a una muerte segura. ¡Cuántos jóvenes desaparecidos por el exceso de velocidad o por sobredosis de heroína!; ¡por un anhelo de libertad que no ha sabido hallar el auténtico modo de hacerse realidad!

¿No se convierte entonces en un sueño al que vale más renunciar a cambio de una vida apagada y mediocre? ¡Claro que no!

Pero es necesario descubrir dentro de uno mismo y en la intimidad con Dios la libertad verdadera.

«Os apocáis en vuestros corazones» Para lograr comprender cuál es la naturaleza de este espacio de libertad interior que cada uno alberga dentro de sí y que nadie le puede arrebatar, querría aludir a una experiencia propia relacionada con Santa Teresita del Niño Jesús que me ha servido de mucha ayuda.

Hace ya muchos años que Teresa de Lisieux es para mí una buena amiga, en cuya escuela de sencillez y confianza evangélica he aprendido muchas cosas.

Hará unos dos años, en una de las primeras ocasiones en que, a petición de otra ciudad (me parece recordar que se trataba de Marsella), sus reliquias salieron del Carmelo, yo me encontraba en Lisieux. Las carmelitas habían acudido a los hermanos de la Comunidad des Béatitudes para que las ayudaran a trasladar el pesado y precioso relicario hasta el automóvil que debía conducirlo a su destino.

Tan grata misión, a la que me presté voluntario, me brindó la inesperada oportunidad de entrar en la clausura de las Carmelitas de Lisieux y contemplar gozoso y emocionado los mismos lugares que habitó Santa Teresita: la enfermería, el claustro, la lavandería, el jardín del Carmelo con su avenida de castaños...; sitios todos ellos que yo había conocido a través de los recuerdos evocados por nuestra santa en sus Manuscritos autobiográficos.

Para mí lo más sorprendente fue encontrar todo aquello mucho más pequeño de lo que me había imaginado. Así, por ejemplo, hacia el final de su vida Teresa recuerda divertida las parrafadas que intercambiaba con las hermanas cuando éstas pasaban camino de la siega hacia un prado que, en realidad, no es más grande que un pañuelo de bolsillo.

Este hecho anodino la estrechez de los lugares donde vivió Teresita- me hizo reflexionar mucho y darme cuenta de hasta qué punto la vida de la santa transcurrió en un mundo humanamente muy reducido: un pequeño Carmelo provinciano de vulgar arquitectura, un jardín minúsculo, una pequeña comunidad compuesta por religiosas cuya educación, cultura y costumbres serían seguramente básicas, un clima en el cual el sol suele brillar por su ausencia...

¡Y tan corto espacio de tiempo diez años - vivido en ese convento! Y, sin embargo -y esto es lo sorprendente, cuando se leen los escritos de Santa Teresita, la impresión que queda no es en absoluto la de una vida pasada en un mundo estrecho, sino muy al contrario. Salvando ciertas limitaciones de estilo, emana de su modo de expresarse y de su sensibilidad espiritual una maravillosa sensación de amplitud, de expansión.

Teresa vive inmersa en grandes horizontes: los de la misericordia infinita de Dios y su ilimitado deseo de amor. Se siente como una reina con el mundo a sus pies, porque todo lo puede conseguir de Dios y, a través del amor, llegar a cualquier punto del universo en el que un misionero necesite de su oración y su sacrificio.

Se podría elaborar todo un estudio filológico acerca de la importancia de los términos con que Teresa expresa la ¡limitada dimensión del universo espiritual en el que se mueve: «horizontes sin fin», «inmensos deseos», «océanos de gracias», «abismos de amor», «torrentes de misericordia» y muchos más.

En concreto, el manuscrito B, que recoge el relato del descubrimiento de su vocación al corazón de la Iglesia, es muy revelador. Sin duda, Teresa padeció también el sufrimiento y la monotonía del sacrificio; pero todo se vio superado y transformado por la intensidad de su vida interior.

¿Por qué el mundo de Teresa, humanamente tan pequeño y pobre, produce esa impresión de amplitud? ¿De dónde esa sensación de libertad obtenida del relato de su vida en el Carmelo?

Muy sencillo: es que Teresa ama intensamente. Está abrasada de amor a Dios, de caridad hacia sus hermanas; y carga con la Iglesia y con el mundo entero con la ternura de una madre. Este es su secreto: el pequeño convento no la oprime porque ama. El amor todo lo transforma y da un toque de infinitud a las cosas más vulgares.

Todos los santos han vivido la misma experiencia: «El amor es un misterio que transforma cuanto toca en algo bello y agradable a Dios. El amor de Dios hace libre al alma. Es como una reina que no conoce la opresión de la esclavitud», exclama Santa Faustina Kowalska en su diario espiritual.

Reflexionando sobre todo esto, acude a mi memoria la frase que San Pablo dirige a los cristianos de Corinto: «No os apocáis en nosotros, sino que os apocáis en vuestros corazones»". A menudo nos sentimos agobiados por nuestra situación, por nuestra familia o nuestro entorno. No obstante, quizá el problema resida fuera: ciertamente, es en nuestros corazones donde nos angustiamos, en ellos está el origen de nuestra falta de libertad. Si amáramos más, el amor daría una dimensión infinita a nuestras vidas y nunca volveríamos a sentirnos oprimidos.

Con esto no quiero decir que no existan a veces circunstancias objetivas que transformar, situaciones difíciles o agobiantes que es preciso superar para que el corazón experimente una auténtica libertad interior.

Pero creo también que con frecuencia vivimos engañados y echamos la culpa a lo que nos rodea cuando el problema reside más allá. Nuestra falta de libertad proviene de nuestra falta de amor: nos creemos víctimas de un contexto poco favorable cuando el problema real (y con él su solución) se encuentra dentro de nosotros. Es nuestro corazón el prisionero de su egoísmo o de sus miedos; es él el que debe cambiar y aprender a amar dejándose transformar por el Espíritu Santo. He aquí el único modo de escapar de ese sentimiento de angustia en el que nos encerramos.

Quien no sabe amar, siempre se sentirá en desventaja, todo le agobiará; quien sabe amar, no se creerá encerrado en ningún sitio. Esto es lo que me ha enseñado Santa Teresita. Nuestra incapacidad para amar proviene muchas veces de nuestra falta de fe y de esperanza.


Al copiar este artículo favor conservar o citar la Fuente: EL CAMINO HACIA DIOS


Publicado por Wilson f.

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