lunes, 26 de noviembre de 2012

¿FUNDÓ SAN PABLO (*) UNA RELIGIÓN, LA REFORMÓ, O NI LO UNO NI LO OTRO SINO TODO LO CONTRARIO?



Tuve la fortuna de acudir el pasado martes 20 a la interesantísima tertulia que tuvo lugar en el Ateneo de Madrid en la que Alberto de Mingo, Antonio Piñero, Mario Sabán y Carlos Segovia debatieron sobre el papel de San Pablo en la génesis de la religión cristiana. Y aunque los puntos de vista de cada uno de los ponentes fueron divergentes en casi todo, sí se vino a manifestar una suerte de acuerdo entre Piñero, Sabán, judío de religión y sefardí de origen, y Segovia, en el sentido de que San Pablo ni pretendía crear una religión ni tampoco reformarla, y que de las tres posibilidades que expongo en el título, se inclinaba netamente por la tercera, a saber, “ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario”.

En resumidas cuentas, que San Pablo era un judío que permaneció en todo momento en la más estricta judaidad y que, en modo alguno, pretendió ni crear ni reformar nada, sino en todo caso, atraer gentiles al judaísmo, por razones que eran distintas en cada caso. Para Piñero por creer que el fin del mundo advenía “en diez minutos” según él mismo dijo; para Sabán, prácticamente por una cuestión nacionalista. Un judío Pablo que, además, habría muerto, según ellos, en el más ortodoxo judaísmo, prácticamente inconsciente e insensible al hecho de haber puesto los cimientos de un nueva religión y no de cualquiera, sino de la más poderosa de toda la historia, el cristianismo que profesa hoy día uno de cada tres habitantes de la tierra.

A las interesantes tesis expuestas se les quedó sin embargo una explicación en el tintero, la que quiero exponer hoy aquí. Y es que, más allá de que fuera o no su intención, al inteligente y arriesgado Pablo no se le escapó en modo alguno que efectivamente estaba cuanto menos, reformando el judaísmo, si no directamente creando una nueva religión que irrumpía en modo definitivo con él.

Cuando San Pablo muere en el año 64-67 decapitado en Roma, existe en la comunidad cristiana la perfecta autopercepción de su identidad diferenciada respecto de cualquier otra cosa. Que quien nos informa de ello sea Lucas cuando nos dice en los Hechos de los Apóstoles que “en Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de ‘cristianos’” (Hch. 11, 26), cosa que pudo acontecer hacia el año 47 d.C., y que “Agripa contestó a Pablo [cuando éste estaba detenido en Cesarea Marítima]: ‘Por poco me convences para hacer de mí un cristiano’” (Hch. 26, 28), es doblemente significativo, pues Lucas, además de excelente escritor y el gran historiador de la primera comunidad cristiana, es discípulo muy cercano, - el gran discípulo en realidad -, de Pablo, de lo que son buena prueba estas significativas afirmaciones del evangelista (pinche aquí si desea conocer una interesante hipótesis sobre él):

“Por la noche, Pablo tuvo una visión: un macedonio estaba de pie suplicándole: “Pasa a Macedonia y ayúdanos”. En cuanto tuvo la visión, inmediatamente intentamos [es decir “Pablo y yo”, “yo” es Lucas, autor del texto] pasar a Macedonia, persuadidos de que Dios nos [“Pablo y yo, Lucas”, otra vez] había llamado para evangelizarles” (Hch. 16, 9).

Perfectamente correspondidas por estas del apóstol de los gentiles en su Carta a los Colosenses, escrita hacia el año 62: “Os saluda Lucas, el médico querido” (Col. 4, 14).

Y éstas en su Carta a Filemón, escrita muy poco después: “Te saludan Epafras, mi compañero de cautiverio en Cristo Jesús, Marcos, Aristarco, Demas y Lucas, mis colaboradores” (Flm. 1, 23-24).

Y sobre todo éstas en su Segunda carta a Timoteo, última de las que escribe unos días antes de ser ejecutado, de una intensa carga dramática: “El único que está conmigo es Lucas” (Tm. 4, 11).

Pero por si los testimonios lucanos sobre la incipiente y perfectamente identificable comunidad cristiana no fueran suficientes, quedaría todavía por explicar esta frase de Pablo, -de la literalidad de cuyos escritos ni de su autoría duda, hasta donde yo sé, ninguno de los ponentes del Ateneo-, cuando se pregunta y escribe de su puño y letra:

“¿[Acaso] no tenemos derecho a llevar con nosotros una mujer cristiana?” (1 Co. 9, 5)

Un versículo que constituye la única vez en todos sus escritos que Pablo usa la palabra “cristiano”, y que aunque generalmente se utiliza en lides muy diferentes relacionadas con el celibato de Pablo, el de sus colegas protocristianos, o incluso el que luego se impondrá a todo el clero cristiano, nos viene aquí que ni pintado para demostrar que Pablo fue perfectamente consciente de formar parte de una comunidad que se autopercibía tan autónoma y diferenciada que tenía nombre, y de la que, además, se sentía parte tan integrante, que hasta se consideraba legitimado para elegir, dentro de ella y sólo dentro de ella, su compañía femenina. Con la finalidad que fuere. Algo cuyo análisis escapa hoy a los objetivos de estas letras, pero en lo que, si Ud. lo desea, puede profundizar pinchando aquí.

(*) N. del autor: formulo la cuestión implícita en el título del artículo tal como se formuló en la tertulia a la que se alude en él, que es lo que, al fin y al cabo, se comenta. No con intención alguna de soslayar el papel que a Jesucristo corresponde en la creación de una religión que, después de todo, se llama cristianismo y no paulismo.

Luis Antequera

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